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La morocha

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por Leticia Sanchez
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©Ivanna Candelier
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Todo empezó cuando escuché ese término por primera vez. En este país todo lleva una denominación específica, debe pertenecer a una categoría y todo debe ser catalogado. Del país del que contaré un poco es la República Argentina. Ubicado en donde muchos llaman el fin del mundo, pero que para sus nacionales, la mayoría de las veces, es realmente el centro del mismo. 

Buenos Aires me recibió con los brazos abiertos. Pero no fueron sus brazos, estos brazos los tuve que abrir yo y no precisamente para un abrazo. 

—¡Brazos abiertos! — me gritó el hombre de seguridad, quien después de pasar tres veces por el scanner insistía en que mi entrada aún era dudosa.

Así lo hice, abrí mis brazos cual Jesucristo en la cruz y empezó el toqueteo. Empezaron en mis hombros, pasaron por mis brazos, sintieron mi pecho, tocaron mi abdomen hasta que finalmente llegaron a mis piernas, me sentí totalmente invadida. ¿Esto era migrar? ¿Esto era Buenos Aires? Yo solo era una joven de 22 ingenuos años que muy pocas veces había salido de su burbuja caribeña. Haciendo cuentas, era la primera vez que viajaba aparte de las cortas visitas a mi tía en Nueva York, en donde a veces se sentía lo mismo que estar en casa. 

Lo más incómodo fue cuando me pidieron que me sacara el turbante que llevaba en mi cabeza. Desde hacía un tiempo lo usaba más que nunca, me sentía cómoda, hermosa y sobre todo empoderada cuando lo tenía conmigo. Cuando una mujer dominicana utiliza su pasaporte para salir del país créanme que un poco de empoderamiento necesita, y el turbante era mi amuleto.

El 2 de agosto del 2010 partí de mi pequeño país de una isla del Caribe en pleno verano para llegar a “La París de Sudamérica” con -2 grados de sensación térmica. Para ese entonces este era uno de los pocos países que no nos exigía visa para ingresar; y aun viajando acompañada de mi madre, sentí más miedo que cuando viajé sola por primera vez a los Estados Unidos, en donde sólo el proceso de solicitar la visa ya es más que estresante.

Extractos bancarios, certificado de secundaria, título universitario, recibo de inscripción en una universidad privada, recibo de 6 meses adelantados de alquiler y obviamente boleto aéreo de regreso, no fueron suficientes para que una madre dominicana y su hija ingresaran de manera “normal” a la tierra donde el fútbol es una religión y el tango es mucho más que un baile. 

“Dos morochas a la sala 1”, escuché que alguien decía por el walkie talkie. Yo, de ingenua, pensé en “morocha” como algo dulce. Me imaginé que era una especie de mini cake bañado en crema pastelera con forma de donut que le solicitaban al catering. Estoy segura que las 12 horas de viaje fueron parte de esa creatividad impulsada por el hambre, debo admitir que el sonido de la palabra me gustó y hasta la saboreé. 

Después de hacernos tantas preguntas como, ¿a qué vienen a este país? Otras tan comunes como, ¿tu pelo es real? y sobre todo otras tan incómodas como, ¿ustedes saben lo que pasa con las dominicanas cuando vienen para acá? Finalmente nos dejaron pasar a aduanas a retirar nuestro equipaje.

En esas dos maletas empaqué toda mi vida: 22 años reducidos a dos Samsonite color rojo vino que mi madre había comprado exclusivamente para este viaje. Llegamos a la aduana y nuevamente escuché el término que seguía asociando a ese placer de comer algo dulce. Pero esta vez me di cuenta que “morocha” era una persona. Morocha era una mujer. 

La mujer que fue llamada como tal era parte del personal de seguridad y me pidió abrir mis dos preciadas maletas. Al parecer había algo que verificar adicionalmente de los rayos X. Una greca envuelta entre mi ropa interior, café Santo Domingo en la bolsa amarilla de La Sirena, varios musú de baño comprados en la Lincoln con 27, y algunas latas de guandules con coco dentro de mis tenis Nike, era lo primero a su vista. Creo que no le gustaba su trabajo, la sentía triste, la sentía vacía. La morocha no paraba de mirarme de arriba abajo como si nos conociéramos de antes y no estaba contenta con mi presencia. No entendíamos nada. Ni ella, que estoy segura no se imaginaba lo que es dejar tu pequeña isla del caribe para mudarte al monstruo de la ciudad de la furia. Ni yo tampoco, que pensaba que mi equipaje estaba bastante ok una vez que me negué a la sugerencia de mi mamá de traer algunos plátanos, salami y hasta unas habichuelas con dulces que había en casa. 

La Morocha estaba enojada y yo estaba en duda. ¿Ella es morocha y nosotras también? ¿Éramos las dos morochas de la sala 1? ¿Las morochas son las mujeres? Era lo único en común que pude ver entre nosotras tres. Ella tenía pelo lacio color negro azabache, muy largo hasta sus caderas. Su piel era muy blanca y esto endurecía un poco sus facciones.  Sus labios pequeños hicieron que reconociera su adicción al cigarrillo gracias a ese tono morado que yo también padecía. Sus ojos llorones tenían un delineado tan negro como su pelo. No nos parecíamos en nada y entonces llegué a la conclusión de que era así, aquí a las mujeres le dicen “morochas”, así como a los niños les dicen “pibes”. ¡Éramos las morochas de la sala 1!

“Bienvenidos a Buenos Aires”, leí en un cartel con purpurina y collage, sostenido por unas manos tan oscuras como las mías. Uñas largas pintadas de rojo, tres anillos en cada una de sus manos, plateados y dorados sin distinción. Pelo trenzado, largo hasta la cintura con tres tonalidades distintas: marrón oscuro que se perdía entre su piel, dorado que combinaba con sus argollas enormes, y una que otra mecha de rojo pasión al igual que su color de labios. Usaba un jean muy ajustado con esas zapatillas de tacón que Nike sacó una vez. Su abrigo era animal print al igual que su bufanda. Era imposible pasarla desapercibida, sentí que era lo único con vida del lugar. Los hombres que estaban a su alrededor se referían a ella como Morocha y yo seguía reafirmando mi conclusión de que ser morocha era ser mujer en Argentina. 

 

Pasaron los días y llegó el momento en el que empecé a sentirme como la única “morocha” en los ambientes que estaba, pues no volví a escuchar esa palabra salvo para cuando se referían a mí. Empecé a estudiar en una universidad privada en donde todos eran muy distintos a mí y me mudé al barrio de Recoleta, vecindario considerado como el más elegante de Buenos Aires. En sus calles solo se paseaba “la creme de la creme” de esta ciudad, aquí nadie se parecía a mi. 

Finalmente me atreví a ir a una peluquería dominicana a trenzar mi pelo. Era en el barrio Constitución y nuevamente me sentía como en casa. La música a todo volumen, el fuerte olor a desrizado, el ruido del secador de pelo y una cerveza de por medio me hicieron sentir que estaba nuevamente en mi tierra. El desarraigo me había pegado muy fuerte los primeros meses y esto era como un abrazo al alma, estaba feliz. Aunque esta escena ya no era más parte de mi vida cuando todavía vivía en Dominicana, desde que un par de años atrás había decidido no alisar más mi pelo, por alguna razón necesitaba sentirme en ese ambiente otra vez, ya que era lo más cercano a casa. 

Todo parecía normal hasta que por la puerta entró un hombre argentino, barrigón y con un bigote muy grande y canoso. Lo saludaron como Armando mientras este gritaba más de lo necesario y abrazaba fuertemente a quien tranquilamente podría ser su hija, o hasta  su nieta.Era Solanyi, mi trenzadora.

—Vámonos, morocha!— le gritó Armando, mientras ella con sus dedos aceitaba el kanekalon para mezclarlo entre mi pelo. Ella lo ignoraba, pero al mismo tiempo le coqueteaba con la mirada. Todo me pareció muy turbio, pero no podía pasar más tiempo sin entender realmente el concepto de esta palabra que venía persiguiéndome desde el día 1 en este país. 

—Solanyi, ¿qué es una morocha?— le pregunté.

Con una mirada triste y perturbadora, tomó su último trago de cerveza y me dijo: 

—Para ellos, una negra de mierda, como nosotras.

Terminó de trenzar el último mechón y sin despedirse, ambos salieron por la puerta para subirse al taxi estacionado al frente. Nadie dijo nada, nadie hizo nada. El Sultán de la Bachata le cantaba a Elizabeth en la radio y todas las mujeres del salón lo acompañaban en el estribillo. Me ofrecieron otro vaso de cerveza mientras ahora Angelina ponía a calentar el agua para el toque final de mi peinado.

Me fuí a casa caminando, necesitaba hacerlo así. La respuesta de Solanyi me había dejado un sabor amargo que necesitaba procesar y pensaba que la caminata me iba ayudar. Pero no se me podía olvidar la enseñanza que me había dejado esa joven de 17 años: para ellos yo era una morocha, una negra de mierda, un objeto más a sexualizar y explotar, así como sentí que Armando lo hizo con ella.  Y al parecer, estaba permitido que nos lo gritaran desde los autos, los balcones, y las esquinas. En todo el transcurso de la vuelta sentí que caminaba alrededor de espejos y que siempre aparecía alguno que volvía a recordármelo, que me gritaba: ¡Morocha! 

Llegar a casa con una angustia abrumadora, me llevó a encontrar la definición real de esta palabra, proveniente del quechua muruch’u, que significa 'variedad de maíz muy duro’. Pero que según la Real Academia Española es dicho de una persona que es “robusta y bien conservada”. O “que tiene pelo negro y tez blanca”. También dicho de una persona: “que tiene la piel morena”. 

Claramente entraba en todas las categorías de la misma: soy robusta y bien conservada, gracias a la base alimenticia que tuve en Dominicana; tengo el pelo bastante negro heredado de mi madre; y ¿qué decirles de mi piel morena? ...es el mayor regalo de mis ancestras.

Para una niña como Solanyi, así como para muchas niñas dominicanas, lamentablemente tener la piel morena no es un regalo ancestral. Es un problema a resolver, o es una carga con la que hay que vivir. Y creanme que la vida en una ciudad como esta hace que esto sea más complicado aún al no encontrarte con referentes.

Años más tarde encontré A Solanyi en una parada de colectivo junto a Mohammed, su novio senegalés con el que esperaban su primer hijo. Me abrazó fuerte y me dijo:

—Olvida lo que te dije, nosotras no somos morochas, ¡somos mujeres negras!

La abracé, y mientras la miraba a los ojos le dije:

—Ya lo sé!

Leticia Sancheznació en República Dominicana, un país en una pequeña isla en El Caribe. Maneja blogs desde hace casi la mitad de su vida y la otra mitad offline. Licenciada en Publicidad, Doctorado en Curiosidad. Inmigrante soñadora inquieta por su ancestralidad.